En la Calle Spielgelgasse, en el corazón del barrio Niederdof, se encuentra el mítico Cabaret Voltaire con una placa que advierte al visitante la importancia histórica del lugar que está a punto de visitar. Esta cafetería en Zurich fue la pieza fundamental del rompecabezas dadaísta, una corriente artística excéntrica a favor de la libertad de pensamiento.
Después de la Primera Guerra Mundial, los habitantes del mundo estaban de luto porque el progreso que fue durante muchos siglos la promesa de la Modernidad, había sido consumida por la sangre y la barbarie de la guerra. Europa lucía devastada y gran número de artistas e intelectuales migraron de sus países de origen para escapar de un destino incierto en los campos de batalla. Suiza fue un país neutral durante el conflicto bélico, por lo que se convirtió en el refugio ideal para decenas de personas que anhelaban un nuevo hogar que albergara un nuevo pensamiento de libertad y escuchara las voces que exigían poner un alto a la guerra. Junto con esa ola de migración, en 1916, el poeta Tristan Tzara abandonó su natal Rumania y llegó a Zurich.
El Cabaret Voltaire era en ese entonces una cervecería de mala reputación pero por una jugada de buena fortuna se convirtió en un centro de reunión para los migrantes, hasta que inspirado en las veladas artísticas futuristas llenas de “ruido”, Tzara propuso al grupo de artistas e intelectuales que se aglomeraban en el Cabaret cantar al mismo tiempo canciones de cada uno de los países involucrados en la guerra, como una respuesta artística que combatiera las armas. Esta acción fue una protesta para unir la inmensidad fragmentada del mundo en una pequeña taberna suiza. Con esta acción se inició el dadaísmo.
El poeta alemán Hugo Ball fundó, en las mesas del cabaret, la revista “Dadá” nombrada así porque fue la primera palabra que el azar dejó escrita para él al abrir el diccionario; significaba, además el sonido del primer balbuceo de un bebé, la onomatopeya de los cimientos de un lenguaje en construcción. Ball lo adoptó como el nombre del movimiento que representaba el espíritu antibélico de celebración ante el inicio de una nueva filosofía que sabía que la destrucción también es fuente para la creación.
El manifiesto dadá se expresaba con caos, en sus letras negaba la razón y el orden acusándolos como los únicos culpables de la crueldad de la guerra. Se manifestaban contra el progreso y la moral, todo lo que no era arte ahora podía serlo, lo feo se mezclaba con lo bello, la tradición ya no tenía vigencia en este nuevo mundo que se levantaba de entre los escombros que le habían enseñado al hombre una vez más su naturaleza efímera y frágil. La magia incoherente de lo espontáneo fue el nuevo canon de representación dadaísta. Para este grupo de artistas estaba claro que el arte en sus formas clásicas había caducado, y manifestaban que el dadá “sigue siendo una mierda pero ahora queremos cagar en muchos colores, adornar el zoológico del arte”.
En el Cabaret Voltaire los dadaístas se reunían para leer poesía, acompañar las declamaciones con gritos y música, y bailar al ritmo del juego y el desorden. Era una guarida para la cultura libre e independiente, sus miembros Carl Jung, Francis Picabia, Emmy Hennings, Hans Harp, Marcel Janco, Marcel Duchamp, Hugo Ball, y Tristan Tzara convirtieron esta cafetería en una trinchera para el arte que convivía con una fusión entre el escándalo y la revolución que plasmaban en panfletos y revistas en las que mezclaron tintas y caligrafías para darle una fuerza vital a las páginas del dadá.
En la planta baja del local los dadaístas montaron un teatro, escenario de parodias que exaltaban el nihilismo y la creatividad pura. Se organizaron mascaradas, proyecciones de cine, lecturas de poesía, exposiciones de pintura y escultura, y grandes fiestas. Entre declamaciones, cantos, risas, tambores, campanas, brindis y tarros de cerveza surgió la corriente artística que cambió, junto con las demás vanguardias del siglo XX, toda la Historia del Arte.
A finales de 1920, el dueño de la taberna expulsó a los dadaístas que amenazaban con quemar el lugar en una de sus acciones performáticas y el cabaret se transformó en un restaurante barato. Años más tarde, el Cabaret Voltaire quebró y cayó en el olvido, casi al mismo tiempo Tristan Tzara se mudó a París, donde vivió hasta el final de su vida. Durante muchos años la cuna del dadaísmo permaneció en el abandono hasta que en 2002 un grupo de artistas neo-dadaístas lo intervinieron, salvándolo de una compañía que quería construir en su lugar un edificio con departamentos de lujo. Los “okupas”, como se hicieron llamar, pintaron el espacio con obras de influencia dadaísta, como un performance que a su vez era un llamado a la memoria. La policía expulsó a los artistas, pero habían logrado despertar la conciencia del patrimonio artístico que habitaba las paredes del local, por lo que el Ayuntamiento de Zurich tomó posesión del espacio y junto con la marca de relojería Swatch lo restauraron, hasta que en 2004 se inauguró como el museo- cafetería “Dadahaus”, dedicado a albergar exposiciones y eventos; además, posee una biblioteca con un acervo especializado en la vanguardia que vio nacer entre sus muros.
Fue en este lugar donde la corriente que esquivaba todo juicio utilizó los colores de la irracionalidad para combatir la locura opositora del mundo, sus reuniones eran un collage de poetas y pintores, sus largas noches fueron el escenario para bailarines y músicos que encontraron en el arte de la vida bohemia del Cabaret Voltaire una revolución de la creación. Actualmente sigue siendo un punto de encuentro para la cultura y el arte, una burbuja apartada del absurdo vaivén de la rutinaria realidad.
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