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La dictadura de la sociedad de consumo | por Eduardo Galeano

La dictadura de la sociedad de consumo | por Eduardo Galeano



Cosmética Orgánica | Espíritu orgánico

Por: Eduardo Galeano

La publicidad manda consumir y la economía lo prohíbe. Las órdenes de consumo, obligatorias para todos pero imposibles para la mayoría, se traducen en invitaciones al delito. Las páginas policiales de los diarios enseñan más sobre las contradicciones de nuestro tiempo que las páginas de información política y económica.

Este mundo, que ofrece el banquete a todos y cierra la puerta en las narices de tantos es, al mismo tiempo, igualador y desigual: igualador en las ideas y en las costumbres que impone, y desigual en las oportunidades que brinda.

La dictadura de la sociedad de consumo ejerce un totalitarismo simétrico al de su hermana gemela, la dictadura de la organización desigual del mundo.

La maquinaria de la igualación compulsiva actúa contra la más linda energía del género humano, que se reconoce en sus diferencias y desde ellas se vincula. Lo mejor que el mundo tiene está en los muchos mundos que el mundo contiene, las distintas músicas de la vida, sus dolores y colores: las mil y una maneras de vivir y decir, creer y crear, comer, trabajar, bailar, jugar, amar, sufrir y celebrar, que hemos ido descubriendo a lo largo de miles y miles de años.


La igualación, que nos uniformiza y nos emboba, no se puede medir. No hay computadora capaz de registrar los crímenes cotidianos que la industria de la cultura de masas comete contra el arcoiris humano y el humano derecho a la identidad. Pero sus demoledores progresos rompen los ojos. El tiempo se va vaciando de historia y el espacio ya no reconoce la asombrosa diversidad de sus partes. A través de los medios masivos de comunicación, los dueños del mundo nos comunican la obligación que todos tenemos de contemplarnos en un espejo único, que refleja los valores de la cultura de consumo.

Quien no tiene, no es: quien no tiene auto, quien no usa calzado de marca o perfumes importados, está simulando existir. Economía de importación, cultura de impostación: en el reino de la tilinguería, estamos todos obligados a embarcarnos en el crucero del consumo, que surca las agitadas aguas del mercado. La mayoría de los navegantes está condenado al naufragio, pero la deuda externa paga, por cuenta de todos, los pasajes de los que pueden viajar. Los préstamos, que permiten atiborrar con nuevas cosas inútiles a la minoría consumidora, actúan al servicio del purapintismo de nuestras clases medias y de la copianditis de nuestras clases altas; y la televisión se encarga de convertir en necesidades reales, a los ojos de todos, las demandas artificiales que el norte del mundo inventa sin descanso y, exitosamente, proyecta sobre el sur. (Norte y sur, dicho sea de paso, son términos que en este libro designan el reparto de la torta mundial, y no siempre coinciden con la geografía.)


¿Qué pasa con los millones y millones de niños latinoamericanos que serán jóvenes condenados a la desocupación o a los salarios de hambre? La publicidad, ¿estimula la demanda o, más bien, promueve la violencia? La televisión ofrece el servicio completo: no sólo enseña a confundir la calidad de vida con la cantidad de cosas sino que, además, brinda cotidianos cursos audiovisuales de violencia, que los videojuegos complementan. El crimen es el espectáculo más exitoso de la pantalla chica. Golpea antes de que te golpeen, aconsejan los maestros electrónicos de los videojuegos. Estás solo, sólo cuentas contigo. Coches que vuelan, gente que estalla: Tú también puedes matar. Y, mientras tanto, crecen las ciudades, las ciudades latinoamericanas ya están siendo las más grandes del mundo. Y con las ciudades, a ritmo de pánico, crece el delito.
La economía mundial exige mercados de consumo en perpetua expansión, para dar salida a su producción creciente y para que no se derrumben sus tasas de ganancia, pero a la vez exige brazos y materias primas a precio irrisorio, para abatir sus costos de producción. El mismo sistema que necesita vender cada vez más, necesita también pagar cada vez menos. Esta paradoja es madre de otra paradoja: el norte del mundo dicta órdenes de consumo cada vez más imperiosas, dirigidas al sur y al este, para multiplicar a los consumidores, pero en mucha mayor medida multiplica a los delincuentes. Al apoderarse de los fetiches que brindan la existencia real a las personas, cada asaltante quiere tener lo que su víctima tiene, para ser lo que su víctima es. Armaos los unos a los otros: hoy por hoy, en el manicomio de las calles, cualquiera puede morir de bala: el que ha nacido para morir de hambre y también el que ha nacido para morir de indigestión.

No se puede reducir a cifras la igualación cultural impuesta por los moldes de la sociedad de consumo. La desigualdad económica, en cambio, tiene quien la mida. La confiesa el Banco Mundial, que tanto hace por ella, y la confirman los diversos organismos de las Naciones Unidas. Nunca ha sido menos democrática la economía mundial, nunca ha sido el mundo tan escandalosamente injusto. En 1960, el veinte por ciento de la humanidad, el más rico, tenía treinta veces más que el veinte por ciento más pobre. En 1990, la diferencia era de sesenta veces. Desde entonces, se ha seguido abriendo la tijera: en el año 2000, la diferencia será de noventa veces.

En los extremos de los extremos, entre los ricos riquísimos, que aparecen en las páginas pornofinancieras de las revistas Forbes y Fortune, y los pobres pobrísimos, que aparecen en las calles y en los campos, el abismo resulta mucho más hondo. Una mujer embarazada corre cien veces más riesgo de muerte en África que en Europa. El valor de los productos para mascotas animales que se venden, cada año, en los Estados Unidos, es cuatro veces mayor que toda la producción de Etiopía. Las ventas de sólo dos gigantes, General Motors y Ford, superan largamente el valor de la producción de toda el África negra. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, diez personas, los diez opulentos más opulentos del planeta, tienen una riqueza equivalente al valor de la producción total de cincuenta países, y cuatrocientos cuarenta y siete multimillonarios suman una fortuna mayor que el ingreso anual de la mitad de la humanidad.

La economía latinoamericana es una economía esclavista que se hace la posmoderna: paga salarios africanos, cobra precios europeos, y la injusticia y la violencia son las mercancías que produce con más alta eficiencia. Ciudad de México, 1997, datos oficiales: ochenta por ciento de pobres, tres por ciento de ricos y, en el medio, los demás. Y la ciudad de México es la capital del país que más multimillonarios de fortuna súbita ha generado en el mundo de los años noventa: según los datos de las Naciones Unidas, un solo mexicano posee una riqueza equivalente a la que suman diecisiete millones de mexicanos pobres.

No hay en el mundo ningún país tan desigual como Brasil, y algunos analistas ya están hablando de la brasilización del planeta, para trazar el retrato del mundo que viene. Y al decir brasilización no se refieren, por cierto, a la difusión internacional del fútbol alegre, del carnaval espectacular y de la música que despierta a los muertos, maravillas donde Brasil resplandece a la mayor altura, sino a la imposición, en escala universal, de un modelo de sociedad fundado en la injusticia social y la discriminación racial. En ese modelo, el crecimiento de la economía multiplica la pobreza y la marginación. Belindia es otro nombre de Brasil: así bautizó el economista Edmar Bacha a este país donde una minoría consume como los ricos de Bélgica, mientras la mayoría vive como los pobres de la India.

En la era de las privatizaciones y del mercado libre, el dinero gobierna sin intermediarios. ¿Cuál es la función que se atribuye al estado? El estado debe ocuparse de la disciplina de la mano de obra barata, condenada a salarios enanos, y de la represión de las peligrosas legiones de brazos que no encuentran trabajo: un estado juez y gendarme, y poco más. En muchos países del mundo, la justicia social ha sido reducida a justicia penal. El estado vela por la seguridad pública: de los otros servicios, ya se encargará el mercado; y de la pobreza, gente pobre, regiones pobres, ya se ocupará Dios, si la policía no alcanza. Aunque la administración pública quiera disfrazarse de madre piadosa, no tiene más remedio que consagrar sus menguadas energías a las funciones de vigilancia y castigo. En estos tiempos neoliberales, los derechos públicos se reducen a favores del poder, y el poder se ocupa de la salud pública y de la educación pública, como si fueran formas de la caridad pública, en vísperas de elecciones.


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